Cuando se habla de la ingratitud del arte generalmente son recordados esos casos de artistas desconocidos o ninguneados en vida que, después de su paso por la barca de Caronte, son elevados a la categoría de genio, maestro, influencia innegable y un largo desfile de títulos. Es inevitable en estos casos entrar en esos juegos que rozan el sarcasmo, el rencor y el desencanto (como por ejemplo recordar los precios de los cuadros del pobre Vincent), pero tambien se vuelve más fácil entender un poco cómo leen las comunidades interpretativas y las instituciones, y, por qué no, qué alternativas existen a esa especie de maquinaria insensible.
En Uruguay tenemos el caso Mario Levrero.
En Uruguay tenemos el caso Mario Levrero.
No es que fuera un desconocido hasta su muerte el 31 de Agosto del 2004, pero sí que era un “raro” (todavía hoy se habla de los “raros” de la tradición uruguaya, tomando prestado el título del libro de Rubén Dario), un autor esquivo, mal y/o poco leído, considerado por la “oficialidad” de la cultura un tipo más o menos impresentable que había escrito un par de novelas atendibles y que era reclamado por gente famosa por su excentricidad, como los escritores y lectores de ciencia ficción, literatura fantástica, surrealismo y otras hierbas que, a la luz de la tradición central (por estos días sobre la mesa de autopsias, gracias a Crom, Tutatis, Belenos y Glycon) de nuestra literatura, parecían poco más que una curiosidad. Levrero era, entonces, el abrojo incómodo que esta gente trataba de ignorar; había trabajado en guiones de historieta (otro pecado), en humor y juegos de ingenio, y firmado un enorme volumen de literatura inclasificable, que es donde, precisamente, se encuentra el problema principal. Lo que no se sabe donde guardar, se deja de lado. Si tenemos ganas –o alguna razón política-de incluirlo, se le inventa un cajón con un nombre interesante y se halaga al autor por su “originalidad”; nada de esto sucedió con Levrero. Políticamente independiente, irritó tanto a la izquierda como a la derecha, de modo que nunca perteneció a ninguna agenda que le diese relieve; poco o nada interesado en el reconocimiento y la fama, tampoco cultivó las relaciones públicas, excepto con un grupo de allegados que incluía músicos, artistas plásticos y escritores, quienes posteriormente trabajarían los cimientos de una generación de “levreristas” que, por estas fechas, están cerca –o bastante cerca- del “poder” literario. Además, fallecido el autor, se acercan los buitres. Es el momento de las reediciones, las recopilaciones de novelas, del relanzamiento del autor, ahora –cuando se ha vuelto inofensivo, cuando ha crecido tanto su comunidad de lectores que no puede seguir siendo dejado de lado- elevado a la categoría de “maestro invisible” y exportado al resto de Hispanoamérica.
Por lo tanto, cantar loas a Levrero se ha vuelto fácil y oportuno. Lo cierto es que siempre las mereció. Fue Mario un escritor que unió como pocos su vida –y por vida entiendo pasiones, reflexiones, creencias y adicciones- y su obra, entendiendo siempre que su literatura (jamás hubiese dicho “la” literatura) era el instrumento para indagar el misterio esencial de su vida y su existencia, y aquí sí –creía Levrero- podía hablarse de “la vida” y “la existencia”. Lo espiritual –no a la manera fácil de la new-age y el esoterismo recalentado y descafeinado de moda- fue un eje de su vida y su literatura; basta con leer la novela de juventud París, y desde esta perspectiva abordar su obra póstuma La novela luminosa, para entender las hondas preocupaciones que se extendieron a lo largo de esos 64 años que le tocó vivir.
Es ahora que empiezan a surgir libros de la crítica especializada tramando lecturas y aproximaciones a la obra Levreriana, muchos de ellos con acierto y empatía (Conversaciones con Mario Levrero, por ejemplo, de Pablo Olazábal), y surgen también esquemas, pautas, patrones que dan solidez y coherencia a los libros escritos por Mario vistos como una totalidad. Posiblemente, recién ahora se esté volviendo legible la literatura de Levrero, en gran medida porque él nos ha cambiado a los lectores, nos ha formado y, por lo tanto, cambiado nuestro mundo. Como escribió el gran autor británico J.G. Ballard en 1973, “el mundo está lleno de ficciones; la tarea del escritor es crear la realidad”. De Mario Levrero podría decirse que está creando –desde sus libros y desde la tumba- la realidad literaria de Uruguay, a través de escritores jóvenes como Gabriel Schutz, Jorge Alfonso y Patricia Turnes, que se han incorporado a las tantas líneas tramadas por el maestro (porque lo es, más allá de que ahora ese título sea “oficial”) para crear sus propios mundos ficcionales, verdaderas renovaciones de la literatura uruguaya.
Es ahora que empiezan a surgir libros de la crítica especializada tramando lecturas y aproximaciones a la obra Levreriana, muchos de ellos con acierto y empatía (Conversaciones con Mario Levrero, por ejemplo, de Pablo Olazábal), y surgen también esquemas, pautas, patrones que dan solidez y coherencia a los libros escritos por Mario vistos como una totalidad. Posiblemente, recién ahora se esté volviendo legible la literatura de Levrero, en gran medida porque él nos ha cambiado a los lectores, nos ha formado y, por lo tanto, cambiado nuestro mundo. Como escribió el gran autor británico J.G. Ballard en 1973, “el mundo está lleno de ficciones; la tarea del escritor es crear la realidad”. De Mario Levrero podría decirse que está creando –desde sus libros y desde la tumba- la realidad literaria de Uruguay, a través de escritores jóvenes como Gabriel Schutz, Jorge Alfonso y Patricia Turnes, que se han incorporado a las tantas líneas tramadas por el maestro (porque lo es, más allá de que ahora ese título sea “oficial”) para crear sus propios mundos ficcionales, verdaderas renovaciones de la literatura uruguaya.
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Por: Ramiro Sanchiz
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