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La cuestión es que este fraude con visos claros de intencionalidad no fue derrumbado hasta mucho después de que su popularidad alcanzase cotas de presunta veracidad. Para cuando los críticos y la gente de Hollywood quisieron desmentir las falacias de Anger, la mayor parte de las historietas vertidas por él ya se habían convertido en leyendas urbanas socialmente aceptadas. ¿Qué cinéfilo no ha leído alguna vez sobre el caso de Roscoe ‘Fatty’ Arbuckle, el orondo cómico de la época silente que drogó y violó a una inocente y virginal aspirante a estrella con una botella de champagne (o con su descomunal pene, según otras versiones) en una fiesta de fin de rodaje, para posteriormente dejarla abandonada a su suerte en la calle (otros dicen que en un hospital, previo pago de soborno a sus empleados), donde murió desangrada? Falso. Decenas de testigos de dicha fiesta atestiguaron en su día que no hubo violación, ni siquiera sexo, y que la chica (que tenía ya treinta años y era prostituta ocasional) abandonó la fiesta ilesa y por su propio pie. La causa de su muerte fueron las heridas internas causadas por uno de los muchos abortos clandestinos que había sufrido. Los tribunales absolvieron a Fatty e incluso se disculparon ante él. Pero claro, la desgracia de una mujer de la calle no tiene tanto gancho como el crimen encubierto de una estrella de Hollywood. Por eso la leyenda ha pasado al imaginario colectivo y la verdad ha caído en el olvido.
Y así pasa con tantas otras historias del libro: el gusto de Charles Chaplin por las menores de edad, el envenenamiento de Rodolfo Valentino, la afición de Clara Bow por beneficiarse de un tirón al equipo entero de fútbol americano de la Universidad de California (con un joven John Wayne en sus filas), las lociones de semen rejuvenecedor de Mae West y un largo etcétera. También, por supuesto, las mil y una historias sobre los ilustres y desquiciados miembros de la Iglesia de Satán, liderada –oh, casualidad- por un buen amigo de Anger: Anton LaVey, alumno aventajado del ocultista Aleister Crowley y una de esas figuras que alcanzaron una extraña popularidad en el apogeo del movimiento hippie, donde tarados de todo tipo podían hacerse un hueco entre millones de jóvenes influenciables y bastante drogados que buscaban un guía político o espiritual. Véase por ejemplo el célebre caso de Charles Manson, que además en su día fue uno de los discípulos de LaVey antes de separarse de su grupo y organizar su propio harén de concubinas dispuestas a montar un festival de sangre en casa de Roman Polanski.
En resumen, la historia de este libro clama a los cuatro vientos “Esto es Hollywood, amigos: un mundo de sodomitas, fanáticos, drogatas, pervertidos, delincuentes y gente de baja calaña envuelta en el brillo engañoso de las candilejas”. No es extraño pues que la obra se haya convertido en todo un icono pop. Y es que, ¿a quién no le gusta regodearse en las miserias de los ricos y famosos? Al fin y al cabo, una de las aficiones preferidas del populacho es la de elevar a cualquier hombre a los altares de la celebridad para luego divertirse destrozándolo sin compasión. Esa es la sustancia con la que se forjan los mitos, nuestro compulsivo amor y desprecio por lo que está fuera de nuestro alcance. Somos seres rastreros, mezquinos y banales, fascinados por la maldad y la corrupción, y los personajes del libro no son más que proyecciones amplificadas de nuestra propia podredumbre. Anger fue muy consciente de ello. Y vaya si lo supo explotar.
Y así pasa con tantas otras historias del libro: el gusto de Charles Chaplin por las menores de edad, el envenenamiento de Rodolfo Valentino, la afición de Clara Bow por beneficiarse de un tirón al equipo entero de fútbol americano de la Universidad de California (con un joven John Wayne en sus filas), las lociones de semen rejuvenecedor de Mae West y un largo etcétera. También, por supuesto, las mil y una historias sobre los ilustres y desquiciados miembros de la Iglesia de Satán, liderada –oh, casualidad- por un buen amigo de Anger: Anton LaVey, alumno aventajado del ocultista Aleister Crowley y una de esas figuras que alcanzaron una extraña popularidad en el apogeo del movimiento hippie, donde tarados de todo tipo podían hacerse un hueco entre millones de jóvenes influenciables y bastante drogados que buscaban un guía político o espiritual. Véase por ejemplo el célebre caso de Charles Manson, que además en su día fue uno de los discípulos de LaVey antes de separarse de su grupo y organizar su propio harén de concubinas dispuestas a montar un festival de sangre en casa de Roman Polanski.
En resumen, la historia de este libro clama a los cuatro vientos “Esto es Hollywood, amigos: un mundo de sodomitas, fanáticos, drogatas, pervertidos, delincuentes y gente de baja calaña envuelta en el brillo engañoso de las candilejas”. No es extraño pues que la obra se haya convertido en todo un icono pop. Y es que, ¿a quién no le gusta regodearse en las miserias de los ricos y famosos? Al fin y al cabo, una de las aficiones preferidas del populacho es la de elevar a cualquier hombre a los altares de la celebridad para luego divertirse destrozándolo sin compasión. Esa es la sustancia con la que se forjan los mitos, nuestro compulsivo amor y desprecio por lo que está fuera de nuestro alcance. Somos seres rastreros, mezquinos y banales, fascinados por la maldad y la corrupción, y los personajes del libro no son más que proyecciones amplificadas de nuestra propia podredumbre. Anger fue muy consciente de ello. Y vaya si lo supo explotar.
Por: Pepe Hernández
1 comentarios:
Gran artículo Don José, al menos eso creo, pero claro, yo no soy periodistucho como tú.
Has mencionado a El Duque, qué más puedo decir?espero q te levantaras en señal d respeto cuando escribiste su nombre. Era el auténtico vaqero q todos anhelamos ser en esas putas noxes d tedio infernal en los pub dl antimilagro. O no.
Por ciert, qué ganas desmintiendo lo de Mae West? joder... yo seguiré pensando q es cierto, eso me hará mejor persona.
Tras lo dixo,demasiadas bestialidaes qizá para oidos tiernos, y para conservar mi economato, no diré q soy Antonio.
Un artículo interesant, gracias.
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