
Es indudable que la literatura forma parte de nuestras vidas. Nuestro desarrollo intelectual y emocional está estrechamente ligado, entre otras cosas, a nuestro consumo de las más diversas formas de arte. Raro es hoy en día quien nunca ha leído un libro, sea o no de ficción. Y de cada libro leído, independientemente de su calidad, guardamos un recuerdo. Tal vez el tiempo transcurrido haya enturbiado esa memoria, o más bien la haya enterrado bajo capas de información más útil y actual, pero la propia naturaleza de la lectura asegura que los contenidos leídos hayan sido en buena parte absorbidos y asentados en los recovecos de nuestro cerebro.
Así pues, cuando leemos un relato estamos hasta cierto punto asimilando esa historia al resto de vivencias que nos han sucedido a lo largo de nuestra vida. Pues el acto de leer no es sino otra acción de las tantas que emprendemos, y lo que leemos es el resultado de esa acción. ¿No adquiere entonces la prosa ficticia, inerte, inmutable, una cualidad vital en el acto de darle aliento con nuestra lectura? Mediante la lectura de una historia estamos convirtiendo a sus personajes en seres vivientes. En un sentido puramente abstracto, pero tan real como los inmateriales pensamientos que en todo momento pueblan nuestras cabezas. Y si los personajes existen en ese plano metafísico, también sus aventuras (o desventuras).

Y esto quiere decir que el escritor tiene una gran responsabilidad. Pues de su mano no sólo depende su propia inmortalidad, sino la de sus creaciones. Aunque ésta se alcance en lugares tan inestables y cambiantes como las mentes humanas, en vez de entre ángeles que tocan el arpa.
Por: Pepe Hernández
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