Dice el uruguayo Eduardo Galeano que la memoria “es la única inmortalidad digna de fe”. No merece la pena creer en paraísos de nubes bucólicas, pues tan probable o más es que tras la muerte sólo se halle el vacío. Pero hay otra forma más inequívoca de trascender: a través de los recuerdos. Todos dejamos nuestra huella en el mundo, sea en la gente que hemos conocido, en las personas cuya vida ha sido influida por nuestros actos, o simplemente en aquellos a quien nuestro trabajo ha tocado, aun ligeramente. ¿Qué ocurre, pues, si tu trabajo es escribir?
Es indudable que la literatura forma parte de nuestras vidas. Nuestro desarrollo intelectual y emocional está estrechamente ligado, entre otras cosas, a nuestro consumo de las más diversas formas de arte. Raro es hoy en día quien nunca ha leído un libro, sea o no de ficción. Y de cada libro leído, independientemente de su calidad, guardamos un recuerdo. Tal vez el tiempo transcurrido haya enturbiado esa memoria, o más bien la haya enterrado bajo capas de información más útil y actual, pero la propia naturaleza de la lectura asegura que los contenidos leídos hayan sido en buena parte absorbidos y asentados en los recovecos de nuestro cerebro.
Así pues, cuando leemos un relato estamos hasta cierto punto asimilando esa historia al resto de vivencias que nos han sucedido a lo largo de nuestra vida. Pues el acto de leer no es sino otra acción de las tantas que emprendemos, y lo que leemos es el resultado de esa acción. ¿No adquiere entonces la prosa ficticia, inerte, inmutable, una cualidad vital en el acto de darle aliento con nuestra lectura? Mediante la lectura de una historia estamos convirtiendo a sus personajes en seres vivientes. En un sentido puramente abstracto, pero tan real como los inmateriales pensamientos que en todo momento pueblan nuestras cabezas. Y si los personajes existen en ese plano metafísico, también sus aventuras (o desventuras).
Esta idea está llevada al límite de sus implicaciones en “Expiación”, de Ian McEwan. Sin especificar mucho, para no reventar el final, el libro (y correspondiente película) plantea la posibilidad de ofrecer una segunda oportunidad a través de las páginas de un libro. Retomar una historia real, físicamente hablando, y cambiar su final sobre el papel para ofrecer a sus protagonistas la vida que en el mundo tangible no pudieron tener. Y esto claro está no sería posible si no existiésemos nosotros, los lectores, que con nuestra implicación e imaginación damos cuerpo y sustancia (¿ectoplásmica?) a lo que la página dibuja en trazos de imprenta.
Y esto quiere decir que el escritor tiene una gran responsabilidad. Pues de su mano no sólo depende su propia inmortalidad, sino la de sus creaciones. Aunque ésta se alcance en lugares tan inestables y cambiantes como las mentes humanas, en vez de entre ángeles que tocan el arpa.
Es indudable que la literatura forma parte de nuestras vidas. Nuestro desarrollo intelectual y emocional está estrechamente ligado, entre otras cosas, a nuestro consumo de las más diversas formas de arte. Raro es hoy en día quien nunca ha leído un libro, sea o no de ficción. Y de cada libro leído, independientemente de su calidad, guardamos un recuerdo. Tal vez el tiempo transcurrido haya enturbiado esa memoria, o más bien la haya enterrado bajo capas de información más útil y actual, pero la propia naturaleza de la lectura asegura que los contenidos leídos hayan sido en buena parte absorbidos y asentados en los recovecos de nuestro cerebro.
Así pues, cuando leemos un relato estamos hasta cierto punto asimilando esa historia al resto de vivencias que nos han sucedido a lo largo de nuestra vida. Pues el acto de leer no es sino otra acción de las tantas que emprendemos, y lo que leemos es el resultado de esa acción. ¿No adquiere entonces la prosa ficticia, inerte, inmutable, una cualidad vital en el acto de darle aliento con nuestra lectura? Mediante la lectura de una historia estamos convirtiendo a sus personajes en seres vivientes. En un sentido puramente abstracto, pero tan real como los inmateriales pensamientos que en todo momento pueblan nuestras cabezas. Y si los personajes existen en ese plano metafísico, también sus aventuras (o desventuras).
Esta idea está llevada al límite de sus implicaciones en “Expiación”, de Ian McEwan. Sin especificar mucho, para no reventar el final, el libro (y correspondiente película) plantea la posibilidad de ofrecer una segunda oportunidad a través de las páginas de un libro. Retomar una historia real, físicamente hablando, y cambiar su final sobre el papel para ofrecer a sus protagonistas la vida que en el mundo tangible no pudieron tener. Y esto claro está no sería posible si no existiésemos nosotros, los lectores, que con nuestra implicación e imaginación damos cuerpo y sustancia (¿ectoplásmica?) a lo que la página dibuja en trazos de imprenta.
Y esto quiere decir que el escritor tiene una gran responsabilidad. Pues de su mano no sólo depende su propia inmortalidad, sino la de sus creaciones. Aunque ésta se alcance en lugares tan inestables y cambiantes como las mentes humanas, en vez de entre ángeles que tocan el arpa.
Por: Pepe Hernández
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