Amigos lectores de Letras Inglesas: me permito pervertir el título de aquella primera colaboración de mi compañero Ramiro Sanchiz en la que tan alegremente paseaba por las ucronías o historias alternativas en pleno rapto pastoral para ofreceros desde mi infinita maldad una visión sombría de lo que nos espera. Porque dice el refrán que hombre precavido vale por dos y que cuando veas las barbas de tu vecino cortar pongas las tuyas a remojar, y ¿quienes somos nosotros para desoír los sapientísimos consejos del pueblo? Recién llegado de Londres, donde se hace más evidente que en España, tengo aún más presente la paranoia y el estado de tensión constante que algunos aprovechan para atarnos en corto sembrando miedo: esos cartelitos de “Denuncie cualquier tipo de conducta sospechosa” y “Sonría, está siendo usted grabado por cámaras de circuito cerrado” me provocan un escalofrío que me repta por la columna y anida en los pelitos de la nuca, buscando refugio ante el panorama que se ve venir. Vamos de cabeza hacia una distopía de libro, y nunca mejor dicho.
El género de la distopía, esto es, la anti-utopía, cuenta con gran tradición y predicamento entre las letras inglesas. No en vano las obras cumbre que podemos considerar que han definido los lugares comunes de estos apasionantes ejercicios de ficción futura que suelen incluir susto y muerte han sido producto de británicos de pro; véase como ejemplo aquella temprana La máquina del tiempo de H.G.Wells, vigorosa (a la vez que tintada de la tan común inocencia victoriana) inauguración del género. Las distopías son a menudo tan proféticas y certeras que es humano sentir que lo que se lee ya está en marcha, atenazándonos por lo que viene a ser un palmo más abajo del ombligo. Así que por lo menos nos vamos a poner a repasar esas obras clave para que cuando llegue el día estemos preparados y dispuestos para lo que se tercie: ya sea pasarnos al lado malo o buscarnos un huequito en el que meter la cabeza.
¿A alguien más le parece que esto que nos venden de la globalización y el buen rollismo nos va abriendo brecha para un modelo de estado mundial como el que propone Aldous Huxley en Un mundo feliz? En esta obra, por si no habéis tenido el enorme placer de leerla, se prevé la destrucción total de la diversidad cultural, el arte y la imposición de uniformismo por un estado mundial de castas que cuenta con el apoyo del feliz entumecimiento inducido mediante el uso cuasi obligatorio de soma. Es la constatación de cómo el Fordismo llevado al extremo puede adquirir estatus de semi-religión y regir nuestras voluntades: hacernos consumir para ser útiles, para encajar en el sistema de producción. Y la verdad, estando en rebajas y escuchando al presidente de la nación animándonos a gastar, tengamos o no, para que funcione la maquinaria, uno se siente otro Bernard Marx.
Por otra parte no hay más que hablar con uno de nuestros adorables quinceañeros- y generalizo porque me apetece- para descubrir que no estamos tan lejos de lo que Farenheit 451 (Ray Bradbury) profetiza. Ya podemos experimentar un mundo de masas insensibilizadas, cultura en extinción y noches peligrosas a merced de idiotas que si bien aún no juegan a atropellar a la gente si han empezado por lo de dar palizas y quemar indigentes para grabarlo con esos preciosos teléfonos con GPS, cámara de tropecientos megapixels y rayos laser. Con la censura como tema clave, nos enseña que eso de la quema de libros que pensábamos extinto sigue en boga y no presenta signos de debilidad. Para nuestros líderes, y permitidme sonar panfletario, la cultura, el sentimiento y el libre pensamiento son amenazas tan peligrosas como para el gobierno del bienestar de Farenheit 451. Curiosamente, la propia edición de esta obra fue censurada. Más tarde, Truffaut la llevaría al cine eligiendo lo que a mi entender es el atuendo futurista más absurdo de la historia de la ciencia ficción. Esas chichoneras, François…
Con muchísima pena tengo que pasar de puntillas sobre La naranja mecánica (Anthony Burguess) y ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? (Philip K. Dick), tan enormes como sus conocidas adaptaciones cinematográficas (la obra de Kubrick y el Blade Runner de Ridley Scott). De nuevo la violencia sin sentido, la separación en castas… como digo, universales del genero distópico que se hacen cada vez más presentes. Se ha de destacar además de La naranja mecánica el tremendo esfuerzo de estilo de Burguess; la creación de una jerga juvenil, la manera de definir al grupo de jóvenes y su complementación bajo el mando de un Alex de Large… Disculpas, jefe Masa, que me paso de extenso.
El género de la distopía, esto es, la anti-utopía, cuenta con gran tradición y predicamento entre las letras inglesas. No en vano las obras cumbre que podemos considerar que han definido los lugares comunes de estos apasionantes ejercicios de ficción futura que suelen incluir susto y muerte han sido producto de británicos de pro; véase como ejemplo aquella temprana La máquina del tiempo de H.G.Wells, vigorosa (a la vez que tintada de la tan común inocencia victoriana) inauguración del género. Las distopías son a menudo tan proféticas y certeras que es humano sentir que lo que se lee ya está en marcha, atenazándonos por lo que viene a ser un palmo más abajo del ombligo. Así que por lo menos nos vamos a poner a repasar esas obras clave para que cuando llegue el día estemos preparados y dispuestos para lo que se tercie: ya sea pasarnos al lado malo o buscarnos un huequito en el que meter la cabeza.
¿A alguien más le parece que esto que nos venden de la globalización y el buen rollismo nos va abriendo brecha para un modelo de estado mundial como el que propone Aldous Huxley en Un mundo feliz? En esta obra, por si no habéis tenido el enorme placer de leerla, se prevé la destrucción total de la diversidad cultural, el arte y la imposición de uniformismo por un estado mundial de castas que cuenta con el apoyo del feliz entumecimiento inducido mediante el uso cuasi obligatorio de soma. Es la constatación de cómo el Fordismo llevado al extremo puede adquirir estatus de semi-religión y regir nuestras voluntades: hacernos consumir para ser útiles, para encajar en el sistema de producción. Y la verdad, estando en rebajas y escuchando al presidente de la nación animándonos a gastar, tengamos o no, para que funcione la maquinaria, uno se siente otro Bernard Marx.
Por otra parte no hay más que hablar con uno de nuestros adorables quinceañeros- y generalizo porque me apetece- para descubrir que no estamos tan lejos de lo que Farenheit 451 (Ray Bradbury) profetiza. Ya podemos experimentar un mundo de masas insensibilizadas, cultura en extinción y noches peligrosas a merced de idiotas que si bien aún no juegan a atropellar a la gente si han empezado por lo de dar palizas y quemar indigentes para grabarlo con esos preciosos teléfonos con GPS, cámara de tropecientos megapixels y rayos laser. Con la censura como tema clave, nos enseña que eso de la quema de libros que pensábamos extinto sigue en boga y no presenta signos de debilidad. Para nuestros líderes, y permitidme sonar panfletario, la cultura, el sentimiento y el libre pensamiento son amenazas tan peligrosas como para el gobierno del bienestar de Farenheit 451. Curiosamente, la propia edición de esta obra fue censurada. Más tarde, Truffaut la llevaría al cine eligiendo lo que a mi entender es el atuendo futurista más absurdo de la historia de la ciencia ficción. Esas chichoneras, François…
Con muchísima pena tengo que pasar de puntillas sobre La naranja mecánica (Anthony Burguess) y ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? (Philip K. Dick), tan enormes como sus conocidas adaptaciones cinematográficas (la obra de Kubrick y el Blade Runner de Ridley Scott). De nuevo la violencia sin sentido, la separación en castas… como digo, universales del genero distópico que se hacen cada vez más presentes. Se ha de destacar además de La naranja mecánica el tremendo esfuerzo de estilo de Burguess; la creación de una jerga juvenil, la manera de definir al grupo de jóvenes y su complementación bajo el mando de un Alex de Large… Disculpas, jefe Masa, que me paso de extenso.
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Por: Antonio S. Capel
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