Os saludo, tiernos e incautos lectores de LEM. Parece que hace una eternidad desde mi última colaboración; he pasado el tiempo absorbido entre asuntos laborales, judiciales y cervezales (de estos últimos menos de los que habría querido), lo que viene a ser la vida de un hombre de mundo. Mis disculpas pues al jefe Masa y mis agradecimientos por su infinita paciencia al reclamarme un texto- entre amenazas veladas, todo sea dicho. Y ahora a reparar el daño.
Para esta colaboración voy a desviarme un poco a lo que podemos definir como el salsa rosa de la literatura isabelina: la cuestión de la autoría shakesperiana. A ver si cotilleamos un poco…
El Londres de Kyd, Marlowe, Jonson, Bacon y compañía no era exactamente un dechado de seguridad en el que se pudieran cosechar enemigos de manera gratuita. Los odios y simpatías podían suponer el ascenso y caída de carreras, cierres de teatros y ácidas humillaciones en los mentideros de la corte, hirvientes de genios de la palabra que sabían cómo adular y cómo destruir. Más o menos como el seno del PP pero sin el punto Mortadelo y Filemón y el talento literario, claro. En este ambiente de pleitesía y adoración cuasi obligatoria a la reina Isabel, era más que una competición el componer sonetos que pudieran llegar a sus oídos declarando cuan amorosos se sentían por ella. Ahora bien, para determinados menesteres un buen pseudónimo era garantía de supervivencia. ¿Declaraciones de amor comprometidas? ¿Obras consideradas productos de masas y/o menores? Búsquese usted un buen hombre de paja que le cubra las espaldas en caso de que se tuerzan los asuntos.
Bajo esta consigna se escudan los defensores de la teoría de la autoría shakesperiana: ¿cómo es posible que un actor provinciano del pequeño pueblo de Stratford-upon-Avon produjera algunas de las obras más redondas de la historia del teatro? Olvidemos el elitismo que destila de suponer que una persona sin educación formal es incapaz de componer unos versos que de perfectos rayan en lo insultante; olvidemos así mismo que el propio Ben Jonson, amigo a la par que rival del autor de El Mercader de Venecia indicará que los conocimientos de éste de las lenguas clásicas se limitaban a “poco latín y menos griego”. Tenemos en cambio como indicio de duda razonable los lapsos biográficos que salpican todo el recorrido vital de Shakespeare: años perdidos, falta de documentos concluyentes de cualquier tipo de contrato o pago por dedicarse a escribir… ni una triste mención a su condición de autor.
Con estas condiciones, es una enorme tentación imaginar que William Shakespeare es tan sólo una broma que se ha escapado de las manos de algún autor juguetón. Una cortina de humo que proteja a respetables hombres de corte, un mero actor que se presta, a cambio de compartir gloria y vanidades, a ser el rostro y nombre de un desconocido autor y codearse con la crema y nata del Londres más exquisito. Candidatos no faltan a figura clave del teatro isabelino; las hay para todos los gustos. Por un lado tenemos al gran Christopher Marlowe, convenientemente ¿fallecido? en una reyerta tabernaria a los 29 años. Eso, desde el punto de vista de los teóricos de la mentira shakesperiana, así como las similaridades que se atribuyen a la admiración de W.S. hacia el bravucón Marlowe, explicaría como el fallecimiento de uno se produce antes de la surgencia de Shakespeare. Tenemos también a Edward de Vere, Duque de Oxford. Como tal contó con la educación necesaria y produjo poemas considerados menores cuando se comparan con la producción shakesperiana. Hamlet parece además un calco de los avatares familiares de la familia del duque. Pero sin duda, destaca la figura de Francis Bacon, Lord Canciller de Inglaterra, faro de conocimiento e intrigas maquiavélicas a partes iguales de la pérfida Albión. Reconocido por todos como un ente dado a la dualidad (amable para unos, frío para otros, calculador e idealista, filósofo y político…), este autor reúne la dosis cierta de misterio y las dotes de manipulación necesarias para crear un personaje que oculte que el gran pensador escribe romances veroneses. Adorador de Pallas Athenea, diosa del Conocimiento que “agita su lanza (shakes her spear en inglés) contra la ignorancia”, poseía unos 200 folios de anotaciones curiosamente coincidentes con obras y temas shakesperianos entre otros indicios que unos magnifican y otros desdeñan por inconcluyentes.
Yo por mi parte he de confesar lo que todos sospecháis: yo soy Shakespeare, y mi mujer también. Ahí queda esa oscura referencia, montypythonianos…
Para esta colaboración voy a desviarme un poco a lo que podemos definir como el salsa rosa de la literatura isabelina: la cuestión de la autoría shakesperiana. A ver si cotilleamos un poco…
El Londres de Kyd, Marlowe, Jonson, Bacon y compañía no era exactamente un dechado de seguridad en el que se pudieran cosechar enemigos de manera gratuita. Los odios y simpatías podían suponer el ascenso y caída de carreras, cierres de teatros y ácidas humillaciones en los mentideros de la corte, hirvientes de genios de la palabra que sabían cómo adular y cómo destruir. Más o menos como el seno del PP pero sin el punto Mortadelo y Filemón y el talento literario, claro. En este ambiente de pleitesía y adoración cuasi obligatoria a la reina Isabel, era más que una competición el componer sonetos que pudieran llegar a sus oídos declarando cuan amorosos se sentían por ella. Ahora bien, para determinados menesteres un buen pseudónimo era garantía de supervivencia. ¿Declaraciones de amor comprometidas? ¿Obras consideradas productos de masas y/o menores? Búsquese usted un buen hombre de paja que le cubra las espaldas en caso de que se tuerzan los asuntos.
Bajo esta consigna se escudan los defensores de la teoría de la autoría shakesperiana: ¿cómo es posible que un actor provinciano del pequeño pueblo de Stratford-upon-Avon produjera algunas de las obras más redondas de la historia del teatro? Olvidemos el elitismo que destila de suponer que una persona sin educación formal es incapaz de componer unos versos que de perfectos rayan en lo insultante; olvidemos así mismo que el propio Ben Jonson, amigo a la par que rival del autor de El Mercader de Venecia indicará que los conocimientos de éste de las lenguas clásicas se limitaban a “poco latín y menos griego”. Tenemos en cambio como indicio de duda razonable los lapsos biográficos que salpican todo el recorrido vital de Shakespeare: años perdidos, falta de documentos concluyentes de cualquier tipo de contrato o pago por dedicarse a escribir… ni una triste mención a su condición de autor.
Con estas condiciones, es una enorme tentación imaginar que William Shakespeare es tan sólo una broma que se ha escapado de las manos de algún autor juguetón. Una cortina de humo que proteja a respetables hombres de corte, un mero actor que se presta, a cambio de compartir gloria y vanidades, a ser el rostro y nombre de un desconocido autor y codearse con la crema y nata del Londres más exquisito. Candidatos no faltan a figura clave del teatro isabelino; las hay para todos los gustos. Por un lado tenemos al gran Christopher Marlowe, convenientemente ¿fallecido? en una reyerta tabernaria a los 29 años. Eso, desde el punto de vista de los teóricos de la mentira shakesperiana, así como las similaridades que se atribuyen a la admiración de W.S. hacia el bravucón Marlowe, explicaría como el fallecimiento de uno se produce antes de la surgencia de Shakespeare. Tenemos también a Edward de Vere, Duque de Oxford. Como tal contó con la educación necesaria y produjo poemas considerados menores cuando se comparan con la producción shakesperiana. Hamlet parece además un calco de los avatares familiares de la familia del duque. Pero sin duda, destaca la figura de Francis Bacon, Lord Canciller de Inglaterra, faro de conocimiento e intrigas maquiavélicas a partes iguales de la pérfida Albión. Reconocido por todos como un ente dado a la dualidad (amable para unos, frío para otros, calculador e idealista, filósofo y político…), este autor reúne la dosis cierta de misterio y las dotes de manipulación necesarias para crear un personaje que oculte que el gran pensador escribe romances veroneses. Adorador de Pallas Athenea, diosa del Conocimiento que “agita su lanza (shakes her spear en inglés) contra la ignorancia”, poseía unos 200 folios de anotaciones curiosamente coincidentes con obras y temas shakesperianos entre otros indicios que unos magnifican y otros desdeñan por inconcluyentes.
Yo por mi parte he de confesar lo que todos sospecháis: yo soy Shakespeare, y mi mujer también. Ahí queda esa oscura referencia, montypythonianos…
Por: Antonio S. Capel
5 comentarios:
Espectacular señor Capel.
Y pensar que este magnífico artíclo se forjo al son de Melody...
Excelente, de verdad.
Lo de Melody me ha dejado estupefacta...
Mi candidato favorito siempre ha sido Marlowe. Su misteriosa "muerte" fue muy oportuna, ya que se había granjeado demasiados enemigos por su bravuconería, su ateísmo y su abierta homosexualidad. Durante su etapa como espía al servicio de Su Majestad, tampoco hizo muchas amistades (y las que hizo, estuvieron presentes la noche en que murió). Además, los expertos han encontrado numerosas similitudes entre su "Doctor Faustus" y el "Richard III" de Shakespeare.
No me atrevo a decir más. Estoy convencida de que la Royal Shakespeare Company no es más que una tapadera del MI6 y en estos momentos mi IP está siendo rastreada... Si desaparezco en extrañas circunstancias, vosotros sabréis la verdad.
Me ha encantado el artículo. ¡Un abrazo!
Gracias mil
La de Marlowe es la hipótesis más tentadora por evocadora, pero no la más plausible por diferencias estilísticas y cosas de esas de gente sesuda que analiza. Por supuesto que Fausto y Ricardo III se parecen, al igual que El Judío de Malta y El Mercader de Venecia: Shakespeare era admirador profundo y cuasi plagiador de Marlowe.
La que parece ganar peso día tras día es la de Edward de Vere, que parece ser que era juguetón con lo de esconder el nombre y tal.
Melody, la banda sonora de nuestra aventura cultural...
Interesante reflexión, me encantan los escritores de los que no se concoce a ciencia cierta quiénes eran. El otro día vi Hamlet en Cartagena.
Por cierto Capel, soy Rafa amigo de Pedro Luis de Alcantarilla. Me dio Álvaro la dirección del blog y ha sido una sorpresa encontrarte, no sabía que te gustaba la literatura.
yo también tengo un blog se llama
www.poeblaria.blogspot.com (nombre poco acertado, ya) Es de cultura (hago críticas, poemas etc) Ponme algo si entras!!!
Un saludo
Este Capel siempre devolviéndome la fe en filologia inglesa. Por ago creo que lo mjor de esa carrera ran las asignaturas de literatura...
Felicidades por otro articulazo.
Publicar un comentario